Alberto Rodríguez viene del cómic, del cine negro que tanto le gusta a Garci, pero Rodríguez le da a lo suyo un toque a Giralda para que no suene a plagio. A nadie le gusta el sucedáneo y por eso el PP encofra las urnas y a Pedro Sánchez se le va el sueldo en fotocopias. Podemos es tercera persona del condicional simple que no aguanta un invierno legislatorio. En democracia, policía y derechona van de la mano al consenso, donde siempre gana el Banco Santander. Para cambiar el panorama –já– es necesario un Anguita de lectura y compromiso que además es pan para hoy y desangre para la Cuba de Tsipras.
Alberto Rodríguez se lleva el celuloide al ceceo andalú. Al sevillanismo del chiste corto y el pescaíto miserable que reutiliza el aceite. Rodríguez le da toque a lo manido para hacerlo más real y menos cine que es como mejor funciona en taquilla si no eres Batman. Alberto Rodríguez (no utilizaré las siglas para que la gente no le confunda con la Quintana) ha cuajado la fotografía en vericuetos de niebla que atrapa la atmósfera de nuestra emoción. Dice AR –con perdón– que la película hay que verla en cine para no perderse lo envolvente del sonido que ayuda a meter al espectador en el cañaveral. Alberto es educado y no quiere decir que si no vas al cine, él no se come el arroz. Por eso los planos de arrozales tan a lo Zóbel. Hay mucha Cuenca en esta Doñana.
Alberto Rodríguez aprovechó unas fotografías fractales del CSIC para introducir los títulos de crédito que ya quisiera Saul Bass. Son cuadros en sí mismos. Héctor Garrido le facilitó los lienzos y AR ha construido un resto de cine. Esos planos de los deltas de Doñana recuerdan a los encéfalos humanos, y vamos comprendiendo la misteriosa sinestesia que Rodríguez nos plantea: un subterfugio latente y horizontal que la música de Julio de la Rosa ayuda a asimilar.
El japonés Takashi Makino es quien más se ha acercado a ese cine físico de vísceras. En Space Noise, (descargable en Vimeo), plasmó la visión del ojo cerrado, esa filigrana de rayo que vemos cuando no vemos. Representó la visión de lo invisible, la visión del ruido en el fosfeno, la nieve de la televisión que tenemos dentro. El japonés que se partiera el cráneo con cinco años en un accidente de tráfico, llegó a este cine como búsqueda, como forma de recrear aquella visión plástica del hostiazo. En esa vanguardia de lo sensorial se mueve también Daichi Saito, queriendo llevar lo visual hacia lo orgánico.
Otro de los aciertos de La isla es hacer que Javier Gutiérrez se vuelva principal. Es de lo mucho y bueno que la compañía Animalario ha traído a la escena española. Al igual que Alberto San Juan se destapó con Bajo las estrellas, o Roberto Álamo con Urtain, Gutiérrez va sobrado desde siempre. A Raúl Sánchez Arévalo le toca rendirse a la diferencia que hay entre lo bueno y lo genial.
Los comienzos de los setenta han sido una buena cosecha para el mundo de la imagen. Nacían los hijos de los “revolucionarios” años 60 y la progresía española, que no tiró una piedra, fue escondiendo la mano por donde les dejaban que en algunos fue la cirrosis y en otros una prole de Liceo que salió artista.
Otro es Guillermo Toledo, al que su compromiso animal le está haciendo pagar el desclase. Willy descubrió tarde la militancia como reconoce en su libro Razones para la rebeldía y ahora actúa en otros escenarios que, se conoce, le interesan más. Animalario no deja de ser el hijo rana que tiene Prisa por matar al padre. El perro andaluz de esta cuadrilla de Residencia fue aquella ceremonia de los Goya, donde pudimos creer en la tele durante tres horas.
El desclasamiento ha de ser elegante para no ser falso. El olvido hay que ganárselo. No se puede acelerar el tiempo porque si no pasamos del Franquismo al Psocialismo, de Presidente del Gobierno a Consejero de Iberdrola o del Tajamar a Lavapiés, pero cobrando al pasar por la casilla giratoria.
Si se viene del parné hay que ser un poco Juan Ramón. Hay que ser más Ken Loach y asumir la contradicción para no caer en su caricatura.
Javier Gutiérrez crea un personaje enigmático, con su cianosis de marisma en los ojos. JG tiene abanico, habrá que esperar a que la ojera haga pozo y el rostro se le esponje para que algún director le sacristane y le lluevan los premios por algo menor, casi póstumo.
Por los cienos de este cine negro andaluz, del que Alberto Rodríguez es especialista (no olvidar sus 7 vírgenes y Grupo 7), desfilan los fantasmas del paro, los espectros de la niña puta y el padre esquirol. El licántropo de la miseria con su eterno conflicto de clases.
AR acierta con el título al demostrar que se puede hacer un producto sin caer en la copia made in USA. Sabe explotar la carpetovetonia, eso que Valle–Inclán llamaba Ruedo Ibérico, y Alberto Rodríguez Parque Nacional.
Javier Gutiérrez parece el hermano bajito de Torrente, más cabrón y Conan Doyle. Alberto Rodríguez consigue con La isla mínima parecer alemán, de no saber que es un sucedáneo de Memories of murder del genio Bong Joon–Ho, que es sucedáneo de Intentions of morder de Imamura, y así sucesivamuerte hasta llegar a la Grecia de Confucio.
Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.
No hay comentarios:
Publicar un comentario