documentos de pensamiento radical

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sábado, 24 de diciembre de 2022

Lost in translation por Sofia Coppola



A Sofia le pasó lo que a Antonio Flores. Cuando tu padre se llama Francis Ford Coppola lo difícil es no salir cineasta. Otra cosa es que el padre te meta la cámara con calzador y sin montaje algo que se nota enseguida. A poco que el hijo no te salga tonto se mejora el genoma. Desde Enrique Iglesias pasando por Antonio Machado y Orson Welles.

Francis Ford Coppola recuerda a la fonética de Fernando Fernán Gómez. Ambos fueron hombres de cine, gente que lo hizo todo en la profesión. La última de Coppola fue querer comprar los estudios de La Luz en Alicante; aquella cacicada de Berlanga y Zaplana. Ahora España entera es un saldo para quien pueda comprar y Coppola siempre anduvo hipotecando sus casas y sus cosas para hacer su cine, y la niña se ha dicho “que no me pase lo que a papá”. Y se ha forrado, claro.

La película recaudó más de 120 millones de dolares cuando su producción fue de apenas 4. Así que su Francis ya la dejó ir sola porque a la vanidad herida hay que añadirle el odio a su madre y el uso retroactivo del cuarto de baño.

Coppola tiene una filmografía irregular como le ocurre a aquellos que arriesgaron su economía por amor a la profesión. A Ridley Scott, James Cameron o Brian de Palma no les ocurre esto, porque donde ponen la firma reciben su cheque y Orson Welles sólo hay uno.

La hija de Coppola ha aprendido rápido y ella no quiere mitos. Su generación ha nacido con el Vietnam aprendido. Ni se cree a John Lennon ni quiere vivir en Cuba. Ella prefiere la intimidad de sus libros que luego si puede hará una peli y si no pues tampoco pasa nada. Sofia Coppola sabe que “El arte es largo y además no importa” sin haber leído a Machado porque a Nueva York solo llega Lorca. Ella ha leído a Dickens cuando niña, ha leído a Vonnegut de adolescente y no quiere acabar leyendo a Foster Wallace por si acaso.

La Coppola es prima de Nicolas Cage y sobrina de Talia Shire (Adrianne, la mujer de Rocky), y estuvo casada con Spike Jonze, el director de Cómo ser John Malkovich y Adaptation que en España se tradujo por El ladrón de orquídeas. Se ve que esto de ser Coppola es como ser un Salazar en el mundo del lunar. A poco que la niña le saque punta al aburrimiento le salen cosas. Y le salen. Sofia tiene la belleza de lo despreocupado. Tiene la mente limpia de Margaret Astor, aunque se ponga el Armani para recoger su Oscar porque eso también lo aprendió de papá.

Su padre es el director de Apocalypse now y la saga de El Padrino, aunque yo me quedo con La ley de la calle porque me parece la más americana, la más city, y por el reparto prototípico de lo yanqui. Luego hizo Historias de Nueva York junto a Woody Allen y Scorsese, para ver si así le hacían hijo adoptivo de Hollywood, pero Hollywood sólo tiene un padre que es el retrato de Thomas Jefferson.

Como productor le salvó la cabeza a Tim Burton en Sleepy Hollow y llevó a su hija de la mano en Las vírgenes suicidas y Marie Antoinette. Un padre es un padre por mucho que le joda a su hija, que no le jode.

En Lost in translation Sofia tenía 32 años y ganas de suicidarse. Esto ya lo dejó atrás al rodar Las Vírgenes, pero ahora se encontraba perdida. Lo peor de intentar suicidarse es que casi te matas, lo peor de no lograrlo: seguir viviendo. A la Coppola le jodía que las vecinas le dijeran que se le pasaba el arroz y a ella (con el Armani puesto) le entraban ganas de casarse con su profe de literatura al estilo reina de España. Pero la mujer sabe que la tristeza enfada y ella quería cambiarle las cortinas al plano secuencia. Así que se fue a Tokio y llamó a Bill Murray que lo sabe todo acerca de estar perdido en la vida porque rodó Atrapado en el tiempo como cuatro o cinco veces.

Bill Murray es lo más parecido a Philip Seymour Hoffman, pero en vivo. Me refiero a que tiene una actitud más activa frente a la cámara, es más vital. A ambos se les nota lo que piensan sin decir ni una palabra. Se sabe qué sienten y eso es lo que debe capturar la cámara según Orson Welles.

Theodore Melfi le grabó un homenaje con St. Vincent que son esas películas que de vez en cuando se le hacen a los grandes actores para que les den un Oscar, aunque luego se note demasiado y no se lo den. Es lo que le pasó a Jack Nicholson con A propósito de Smith y a Pacino con La sombra del actor.

En esta película (como le ocurrió en Flores rotas de Jarmusch) nos muestra una sensibilidad insultante. Rezuma ternura por las pestañas, lo dice todo sin decir nada como las películas japonesas. Bill Murray es el tío solterón que bebe demasiado, ese que todo el mundo recuerda, pero nadie soporta.

En la película de Jarmusch (uno de los directores que mejor ha captado la urbanidad junto a Wenders), Murray es un padre al que se le ha pasado el arroz y necesita un hijo al que envolver un regalo en nochebuena. Le da la vuelta a la biología convirtiendo la hormona femenina de la maternidad, en la neurona masculina de la obsesión.

La Coppola ambienta su crisis existencial en la ciudad de la luz que todos sabemos que no es París sino Tokio. El neón, el plasma y el LED lucen allí como en ningún sitio, por saturación. Yo no he estado, pero he visto fotos como decían Faemino y Cansado. Donde si he estado ha sido en París y allí es difícil tener angustia si no eres negro. París lo hicieron ancho y grande para meter los tanques y la armonía. Allí, más que solo, se siente uno con ganas de vanguardia y prostitución como un poeta recién llegado. Tokyo es otra cosa, como lo reflejaron Gondry, Carax y Joon-Ho.

La hija de Coppola tiene autoridad, pertenece a la generación de directoras posmodernas a lo Tamara Jenkins en USA, Miranda July en Canadá, Anna Muylaert en Brasil, Agnes Jaoui y Catherine Breillat en Francia, Icíar Bollaín e Isabel Coixet en España y así, hasta formar una prole de hijas bastardas de Agnes Varda. La Varda derramó sutilezas en Los espigadores y la espigadora que vi en los documentales que daba El País en la época que rivalizaba con Público por ver quién daba más material por menos dinero.

Lost in Translation tiene sus antecedentes en la estética del suicidio tranquilo que es la vida urbana. El suicidio rural tiene su follón de campanas y sus gritos a lo Bernarda Alba, su encamado, su soponcio familiar, su funeral en procesión y su recuerdo de leyenda. En el Werther urbano tenemos American Beauty, las películas de Todd Solondz y un etcétera que llega hasta Birdman de González Iñárritu. Y es que mientras haya vida habrá tiro en la cabeza que decía Larra, Kurt Cobain, Heath Ledger, Max Linder, Van Dyke, Romy Schneider, Hervé Villechaize, George Sanders, Jean Seberg, Margaux Hemingway, José Agustín Goytisolo, María Poliduri, Cesare Pavese, Antonia Pozzi, Sibilla Aleramo, John Berryman, Sylvia Plath, Anne Sexton, Felipe Trigo, Henri Roorda, Gabriel Ferrater, Alfonso Costafreda, Pedro Casariego Córdoba, Alejandra Pizarnik, Antonin Artaud, Paul Celan, Walter Benjamín, Hemingway, Stefan Zweig, Virginia Wolf, Drieu la Rochelle, Primo Levi, Maiakowski, Malcolm Lowry, Dylan Thomas, Javier Egea, Jack London, Ryunosuke Akatagawa, Ambroce Bierce, Mariano José de Larra, Sandor Marai, Robert Burton, Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni, Hilario Camacho, John Kennedy Toole, Anna Ajmato­va, Louis Aragon, Reynaldo Arenas, José María Arguedas, René Crevel, Gilles Deleuze, RW. Fasbinder, Ángel Ganivet, Romain Gary, Yasunari Kawabata, Arthur Koestler, Yukio Mishima, Hunter S. Thompson, César Vallejo, Jan Potocki, Horacio Quiroga, David Foster Wallace, Gerard de Nerval, George Trackl, Violeta Parra, Pablo de Rokha, Raymound Roussel, Van Gogh, John Berryman, o Juan Pablo Rebella (que también anda por estas mentiras retratado).

Al final, la sangre de todos ellos escribía lo mismo que Henri Roorda en Mi suicidio, “que la vida está bien para un rato” como dijo Miguel Delibes


 Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.

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