Basilio viene de Juan Ramón, de la Institución Libre de Enseñanza
y las cosas que ocurren cuando abrimos la palabra. Patino tiene doble mérito
porque en Salamanca sólo había fachas y cunetas, y él se salió de la misa y
dijo que para su hermano. Y así se fue desenterrando, a golpe de Universidad y
cine, que Salamanca en los 50/60 fue eso. Las conversaciones de Berlanga,
Bardem y los demás, son cosas que le vinieron muy bien a Gubern para hacer
manuales y vender materia, pero Patino iba por otro lado.
Basilio, ya lo he dicho,
viene de Juan Ramón, de ese “basta lo suficiente”, del predicar con el ejemplo
como debiera su hermano jesuita. Comenzó con Nueve cartas para Berta.
Con treinta y seis años ya se le había pasado el arroz de Jesucristo y resucitó
al tercer año para hacer la película.
Empezó con la modestia
del cura que no quiso ser, rodando en los pueblos que él conocía, con los
versos de don Machado de la mano que le había dejado libre La Biblia que
llevaba en la otra. Los pueblos eran arrabales de provincia, chabolismo perenne
e infravivienda, por eso Martín Patino rueda en Valero que antes eran unas Hurdes
cercanas y hoy el río donde nos bañamos los turistas. Ahora los pueblos
renuncian a su historia, por complejo de wasap. Cualquiera le dice nada
a Manolo, el de la castañera, sin váter hace 40 años y hoy de ducha diaria.
Antes el paleto tenía un
complejo que resolvía comprando enciclopedias y dando de hostias al forastero.
Ahora es peor porque se queda con la
opinión pública de Belén Esteban y el PER. Antes el paleto resolvía
mejor, a base de garrulazos en plan Goya, alcohol y cojones. Ahora se desclasa,
se viste de ciudad, olvida el huerto y se va de Potosí a buscar oro a Telecinco.
El paleto de ahora es genético. España entera es un melonar, que decía
Juan Ramón. Lo que pasa es que un melón de Albacete no sabe qué hacer en la
Gran Vía como no sea entrar en el H&M. Antes se metía en el Palacio
de la Música a ver a Marisol y hacía patria, pero ahora todo local
es un probador y además no le entran los vaqueros (porque es un melón, claro).
España solo tiene
urbanitas de primera generación. Los de segunda generación son los forasteros
de toda la vida, esos que vienen en verano. Lo que los paletos de ahora llaman neorrurales.
En ese ir y venir de la economía, los emigrantes fueron cambiando de coche y de
corte de pelo, sin saber qué hacer muy bien con la hormona y mucho menos con la
neurona, que les juega pasadas cada vez que hay que explicarse. El problema de
España (que alguien se lo diga a Joaquín Costa) es alfabético.
El madrileño viene con
su verano a beberse los festivos y el emigrante viene a demostrar que es
madrileño si quiere porque gana más que él. El español es un paleto porque la
ciudad se inventó con la emigración y ya sabemos que el orden de los inventos
no altera la falsedad de la boina.
Uno, que no cree más que
en la piedra pómez, se jacta de ser un támbara urbanita cuando viaja en la línea
6 y un bala perdida cuando se pone a callarse lo que sabe de Palahniuk
mientras toma una cerveza pahí. Soy un silencio con agujeros en el alfoz de la
provincia que ya no aguanto más compañía que mis libros y algún beso. Menos mal
que Madrid es mucho Madrid y el atasco adictivo y en diciembre se cierra el
Balneario.
Martín Patino sabe todo
esto y mucho más, lo que pasa es que tiene cara de no enterarse de nada que es
la cara que ponen los que se enteran de casi todo. Patino, a base de leer Cahuiers
du Cinema, de ver a Godard y a Bresson, fue entendiendo que el cine puede
ser un arte si das dos pasos atrás al mercado. Además, sus películas tienen ese
aire cerrado, a cineclub de provincias y cerumen de confesionario.
En Canciones para
después de una guerra los censores pensaron que era la apología del
pasodoble. Queridísimos verdugos fue un milagro, una hostia sagrada al
franquismo que le perdonaron por ser el hermano de, y porque estuvo prohibida
hasta 1977.
Con esta de Libre te
quiero BMP se puso ateneísta e iba de barrio en barrio presentando la
película. Le pasó lo que a Rafael Azcona que de no ir a recoger los Goya fue
a darle entrevistas a cualquiera. Debe ser que cuando huelen la guadaña entran
ganas de hablar y la pose de silencio también es pose y contra eso hay que
estar siempre.
Martín Patino salió
cámara en ristre a grabar el circo del 15-M. Yo también fui, siempre gusta
darle aire a la ilusión, el sistema lo sabe y por eso Obama limpió la cara de
USA (que para eso era negro) y Bergoglio la de La Iglesia, que para eso era
Argentino.
Patino toma título de
una canción de Amancio Prada para darle banda sonora y nombre al documental.
Pero es que Amancio P. tiene un tufo seminarista que echa para atrás. Esa afectación
me estomaga. Y ese gusto por lo sacro, y venga Santa Teresa y venga San Juan de
la Cruz. Me pasa lo mismo con El Brujo y eso que no hay color. Siguen
ahí con ese aura de monaguillo, con ese cura que echó raíces en los primeros
padres nuestros y que ha castrado las mentes más preclaras del siglo XX,
Enrique de Castro incluido.
En el inmenso por lo
demás, Basilio, me parece una esquirla en el rodamiento de la cinematografía
patria. Una personalidad a la que habría dado dos hostias para que hablase más
alto. Su cine me parece que hay que ponerlo sobre la mesa del reconocimiento
como un Goya de honor póstumo.
Basilio, como decía Chúmez,
“no creía en nada y ahora ni eso”. Y de los premios no me fío que cada año se
los dan a uno. Lo único que espero de la vida es que me trate con protocolo.
Pues eso, que yo no esperaba del 15–M, más que el documental de Patino.
Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.
Fotografía de Nicolás Muller
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