Las cosas bien hechas parecen fáciles por bien hechas. No es tan
difícil ver que la vida está llena de argumentos al alcance de la mano. No hay
que irse a pegar tiros a Marte ni darle vueltas al rizo del psicópata para
hacer una Historia. La Industria puede colocar cualquier producto en nuestra
cesta de la compra. A veces, ceden en su empeño al esfuerzo personal de un
consagrado y le alquilan un nicho para marginales y jugar al artisteo por
Navidad.
Con películas como esta,
Hollywood se redime como La Iglesia cuando juega al misionero o los políticos
al Alcalde de Marinaleda. A Nebraska la nominaron por todo lo alto y la
premiaron barriéndola debajo de la alfombra roja. Y es que nadie quería ver el
pellejo de Bruce Dern por la sala, porque al abuelo a veces se le va la olla y
dice las verdades del loco que se mea en cualquier sitio con su próstata de viejo.
Dern lo clava. Alexander
Payne quería que el protagonista hubiera sido Pepe Isbert (va en serio), al que
había visto en Bienvenido Mr. Marshall cuando estudiaba en Salamanca. Y
es que al director se le nota que viene de Europa. Su familia nacionalizó el Papadopoulos
para que al niño le dieran la beca que en yanqui se dice financiación. AP
llega a Nebraska después de haber hecho el cine que da de comer (esa
sutil caza de brujas) que toda creación industrial tiene. Hollywood ya no
quiere Brandos ni Godardes que renuncian al premio, por eso va
filtrando fino, con la censura implacable del dinero, que drena la disidencia.
No es que Nebraska sea
escuchar a Fidel hablando del imperialismo. Aquí no hay discurso sobre la mesa.
Lo que hay es una mala leche latente, un mosqueo freático que rezuma en
situaciones de apariencia residual: un viejo se empeña en ir a cobrar su cheque
regalo a la ciudad que da título a la película. Es una publicidad absurda y
montar el argumento en torno a eso, a esa creencia, ya denota cómo se las gasta
el director. El moco se pega debajo del sofá por algo, claro.
La película tiene la
aventura que aportan las road movie. Esa gracia adolescente del viaje,
ese reto primerizo del encuentro inesperado. Por el camino se nos muestran las
entrañas de la sociedad americana. Decapa el entorno rural tan alejado del skyline
de Nueva York y las cosas del Pentágono. Un tobogán de ambiciones
humanas de las que forma parte un gran Stacy Keach, conocido por su papel en La
Doctora Quinn, y una entrañable June Squibb que podría ser mi madre.
Y es que USA es mucho
más Nebraska que New York. Mentes que vienen de la pobreza y la
emigración a forjar el mito del Mito. Me acuerdo de la Pin–up, Betty
Page, y su atormentada vida de orfanatos (ver Las revelaciones de Betty
Page) y me acuerdo de Inside Deep Throat, donde vemos una sociedad
que camina a tientas, abriéndose paso a golpes de juicios, donde solo La Mafia
y La Iglesia parecían organizarse.
Me recordaba el hampa
cabaretero de gánster y champán del que Orson Welles habló a Peter Bogdanovich
en sus Conversaciones y que Scorsese sitúa en los orígenes de la bestia
en Gangs of New York.
Mientras pasan los 110
minutos del metraje, nos acordamos de El viejo y el mar de Hemingway,
esa forma de aferrarse al último cartucho para darle dignidad al atardecer. Por
eso, por la película aparecen Bukowski y hasta Francis Bacon. Y se ve a Foster
Wallace colgado de un árbol y a Edward Hooper mirando por la ventana de un bar
de carretera. Y se vive la angustia en dosis de pipeta y uno se acuerda del Sicko
de Michael Moore. Es el “American way of life” del Diazepam y la
psicoterapia del asco programado.
Payne ya nos avisó de
sus tiros con A propósito de Schmidt, donde un guión ad hoc para
el lucimiento de Jack Nicholson desvirtuó las posibilidades de la película. En
esta, Payne, se quiere lucir él y todos salimos ganando. Con Entre copas le
dio la de cal a La Industria porque Papadopoulos tampoco es un outsider
ni lo quiere ser y a nadie le amarga un Rioja. En Una vida a lo
grande hace la metáfora de cómo se nos incita a ser el capitán de nuestra
calle, que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león y así.
Al final el único premio
se lo llevó Pepe Isbert en Cannes (menuda foto sería), porque en Hollywood les
nominaron al mejor director, película, guión, fotografía, actor y actriz y
salieron barridos debajo de la alfombra roja, como creo que ya he dicho antes.
La película va en blanco y negro. Otra sutileza.
Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.
Admirable y sustanciosa reseña.
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