documentos de pensamiento radical

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jueves, 22 de diciembre de 2022

Léolo por Jean-Cleaude Lauzon

 


Andaba escribiendo cartas a las amigas (esas novias sin beso de la infancia) cuando echaron por Telemadrid esta película una noche de verano. Mis padres comenzaban a ser quienes eran. Mi cabeza iba perforando la barrera de la apariencia a través de Dostoievsky, la palabra avanzaba hacia preguntas que ocultaron bajo la arena y esa noche, mientras veía Léolo, entendí que mis padres eran asesinos amables, gente corriente, víctimas de sí mismos como toda vida sin permiso.

El abuelo que quiere matar amablemente a Léolo, la madre como un pecho enorme dispuesto para el cariño como naturaleza loca de sí misma. El miedo como educación, la fuerza como complejo, y así. La atmósfera de la película antecede a Antonia pese a que Marleen Morris le sacaba cinco años a Lauzon, éste se le anticipó. Algunos lumbreras dicen que recuerda a Pelle, el conquistador, pero no tiene nada que ver con ese Heidi. Esa atmósfera de cuento a lo realismo mágico fue un invento de Lauzon, aquí lo onírico se confunde con lo real, la introspección de la voz en off con lo intemporal, y un etcétera que viene de Pedro Páramo. Después de Rulfo, como después Goya, todo les recuerda un poco.

Léolo es un poema, un algodón descarnado sobre la herida. Léolo toma conciencia de sí mismo a través de la palabra. La palabra, si llega adolescente, ya no se va nunca. Apuntala los cimientos del mundo que se desmorona a través de la piadosa mentira del cariño. Cuando se descubre que el mundo es una mierda, que “cagar es lo único que les importa” –dice Léolo de sus padres– las mañanas comienzan a pesar.

La película antecede a Antonia en la atmósfera, pero es más poética porque es menos perfecta. Tiene la belleza del abandono, la frescura de lo sin cuajar. Si Antonia es la vida a través de la mujer, Léolo es la vida a través del niño. Se equivocan los poetas cuando hablan del niño que llevamos dentro. Lorca decía que no sabía qué decir a los viejos, tan cercanos a la muerte, yo no sé qué decirle a los niños tan cercanos a la nada. El niño es un viejo disfrazado, una pregunta que se desnuda. Mi abuelo cuando yo era niño me llamaba El Abuelo. El único que me habló claro. El niño concreta los fracasos con su ingenuidad prefabricada.

Con esta película nació la chispa del asco a la propia familia. La mierda comenzaba a oler bajo los cuerpos de Lucien Freud, cuerpos de estanquera a lo Amarcord, esas mollas circuncidadas por las bragas, ese exhibicionismo de la mujer que asume su vieja cuando se sienta en la taza con la puerta abierta. “He sentido el asco del silencio, de la mentira oculta en lo callado. Quien no dice miente peor”, no sé si habla Léolo, Ciorán o uno mismo, pero la frase viene de entonces.

La masturbación y el escepticismo produce ternura en quienes lo observan. Léolo se presenta como un total incomprendido, un solitario en soledad. La música de Tom Waits, que tanto sabía del underground, le fue bien a Léolo, se intercala con la voz grave del gregoriano que en El nombre de la rosa rompía un campanilleo de escalofrío.

Léolo tiene poema encerrado, unos ojos duros y una libreta donde anota el mundo. Me vi reflejado como un Narciso que mira el pozo de la guillotina. He visto en mis fotografías de niño los ojos duros de la tristeza. Quizá mi Collage 3.2 (con receta médica) tenga algo de esta película, de este asesinato inducido que es la vida, de esta locura a tientas del vivir.

Léolo es nuestro Félix Francisco Casanova. El don de Vorace que Aramburu, previsible y afrancesado, emparenta con Rimbaud. Sin embargo, el que se pega el tiro es Larra, porque para matarse hay que estar muy vivo y Rimbaud suena a pinchazo de bicicleta y traducido no hay quien lo lea. Así llamaba Umbral a sus amantes heroinómanas.

Lo que menos me gusta de Léolo es cuando se pone trascendente por el tufo a cura que desprende, un silencio sonámbulo es suficiente para darle su atmósfera. Esa nubosidad de cuento ácido, que luego he visto en muchas películas, nos la dejó Lauzon como si nada.

Léolo es un caramelo de fresa y nata que a veces corta la lengua de chuparlo con ganas. Es la película que veo cuando quiero agrietar la lírica de la lágrima. Me enteré que se basaba en la novela de Réjean Ducharme L’Avalée des avalés, que no se tradujo al castellano hasta 2009, con nuestra habitual pereza para lo bueno.

Lauzon acierta, no conozco bien su biografía aunque sé que venía del libro asesino y que murió junto a su novia por sobredosis de cielo en accidente de avioneta. Tenía 44 años. No sé si esto se investigó a fondo, pero huele a Germanwings que tira patrás.

 

 

 

 Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.

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