Soy un pobre tonto que quería de pequeño ser balcánico,
haber nacido muy lejos de mi casa,
tener una cartera repleta de regalos,
jugar al básket en hermosos campamentos
y casarme con la monitora de gimnasia.
¡Mirad cómo camina hacia la arena
con sus lánguidos pasitos irisados¡
El vello rubio de sus muslos, manchados de salitre,
la hacen diferente,
las mangas remangadas de sus brazos son eternas flores,
y el pañuelo en la cabeza enmarca
un rostro que ahora rememoro.
Era en Huelva,
yo no era mayor que una palabra,
vivíamos como sioux en tiendas de campaña,
nos arrendaba el mar sus vendavales,
la noche sus chicharras,
y poníamos entusiasmo a todo lo que hacíamos.
Nunca otro verano vino a herirnos tan de veras,
a hacernos daño en la mirada,
a crecernos de golpe a mil edades,
a darnos para siempre algo tozudo:
el haz y el envés de la belleza.
Ella me sonreía especialmente
y una tarde me llevó de la mano todo el camino hasta la orilla.
¡Miradme, amigos, soy el rey del mundo,
tan alto como estrellas,
tan sabio como Sócrates¡
La chica elegida me ha elegido,
el campamento dice mi nombre,
las chicharras cantan esta dicha.
Huele a brisas meridianas,
a agujas de pino verdes,
a infinitos veranos.
Aquella noche yo esperaba su regreso,
su mano perfecta regresando a mis dedos,
(los huesos, los tendones, parecen siempre tan delicados).
Luego supe que la inocencia de un cuerpo
duele más que las mentiras:
sus heridas son indescifrables
y provocan una desolada ternura.
Después de la cena quise irme con ella,
y que me llevara muy lejos,
un viaje hacia sus muslos,
un viaje submarino;
pero un monitor vestido con bombachos
la tomó de la cintura y la llevó hasta su guarida
con un gesto que creí mal ensayado.
Allí desaparecieron entre risas.
Los oí follar toda la noche.
El lento camino de regreso hacia mi tienda
me enseñó que el amor es una historia
con variables planteamientos,
y tiene estas cosas:
un misterio ambiguo,
una soledad sin aire
y el sabor suicida de la muerte.
Caminé ensimismado hacia la playa,
soñé futuros veranos insondables,
que regalarían aventuras fascinantes,
vestidas de misterio;
lancé piedras al agua,
pise algunos papeles,
lloré sin lágrimas.
Huele a brisas meridianas,
a agujas de pino verdes,
a infinitos veranos gastados
en mirarte.
Pedro Sáez Serrano. Elogio de la retaguardia. Ed. Calumnia. 2025
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