documentos de pensamiento radical

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lunes, 4 de agosto de 2025

Olor a tabaco





Hoy se llevó la grúa el coche de mi padre.

Llevaba años bajo un galpón azul.

Un viejo carpintero había desarmado el motor

en busca de metales preciosos;

pero solo encontró un yacimiento de plomo con el aceite seco

y un nido de ratones recién nacidos junto a la trócola.

Fue más duro quitar el cuentakilómetros.

Hubo que darle marcha atrás,

no hubo otro remedio,

desenrollar el tiempo

con una llave especial,

al parecer carísima,

que traían desde un país sin nombre

(No ponía made in china,

desde luego,

sino simplemente treat me well, made in Moonlight,

o algo semejante)

y el tipo que la manipulaba

era un búlgaro de dos metros llamado Dimitrov,

que empezó a desandar esos 300.000 km,

paso a paso, metro a metro,

con sus enormes manos de minero soviético

y una concentración de cirujano cerebral.

No era para menos.


Las ruedas no se movían, es cierto, pero los kilómetros sí,

y el coche rejuvenecía como una canción de los Beatles

o una sonrisa de señora mayor a la que tratas bien,

como cuando teníamos 15 años y surgió desde Alemania

con los papeles en regla,

su aspecto de pavo real, su energía juvenil y sus 200 caballos blancos

que pastaban allá dentro, bajo el capó, vaya usted a saber qué yerbas.


Cada parada nos llevaba a un lugar distinto.

El km 250.000 nos situó en la comunión de Cristina Sánchez,

mi pequeña sobrina, que entonces tenía 8 años de nada,

en San Sebastián, junto al mar.

Creo que fue la única vez que habíamos sido felices todos juntos.


Los 200.000 fue cuando yo conduje el coche hasta Alicante

porque mi padre no se encontraba bien.

Luego volví en un tren Intercity.

Ya no existe ese trayecto,

ahora solo hay un AVE velocísimo,

porque la velocidad es importante

aunque no sabemos para qué.


Los 150.000 nos llevaron a Sevilla,

no sé qué movidas de la feria de abril o los sábados santos.


Los 100.000 eran Lisboa y ese deslumbramiento blanco y lento

desde Alfama,

cuando el mundo todavía no había sido banalizado

y mirabas la estatua de Pessoa no como un suvenir

donde tirar la foto,

sino como el misterio de la amistad literaria a través de los años.


Tuve entonces que decirle al Dimitrov que descansara un poco,

porque esa intensidad emocional me estaba haciendo daño.

Pero él dijo que cobraba por horas y que luego tenía otro servicio.

Así que prosiguió con su máquina implacable de tiempo mientras yo me

iba haciendo joven y maldito

y veía a mi padre bajar del coche muy enfadado,

con ese gesto suyo un poco arcaico ya,

aquella vez en que estuvimos discutiendo muchas horas porque

yo me hice insumiso y eso él no lo entendía.

Y lo vi bajarse también cuando la poli me llenó la cara de hostias

y venía afectado, el gesto duro, preocupado, a ver qué cristo le habían

hecho a su hijo en la cara esos canallas.

O cuando hablábamos de que no aparecía por casa ningún fin de semana.

Era el tiempo en que estaba enamorado de Arantxa,

la mujer más hermosa del mundo en todos los sentidos,

quien luego murió en un accidente de tráfico

camino de Trillo, Guadalajara,

cerca de ese penacho de humo nuclear de la central nuclear más fea de la

tierra.

Y me acordaba de Violeta y de aquella noche que dormí por primera vez

con ella,


y al día siguiente mi padre me riñó por no llegar.

Y yo sentí nauseas, pero solo por el milagro de haber conocido al amor

recién nacido.


En el kilómetro 50.000 me tuve que alejar de olor a tabaco

que aún impregnaba el interior del coche,

que era el olor de mi padre y también el de su muerte.


Cuando volví, el coche acaba de llegar desde Munich,

feliz y reluciente como un potro impecable:

nunca estuvo tan reluciente ni tan vivo

ni mostró con tanto orgullo su precisión alemana.


Mi padre ocupaba ya su lugar en el asiento del piloto

y acariciaba el volante con una ternura que nunca supo poner sobre

nosotros.

No, no había sabido hacerlo, no había podido,

no le habían dejado aprender aquellos años de mierda de la guerra,

ni aquellos años huraños y fascistas de posguerra,

esa aspereza total que vacía el corazón de la gente.


Pagamos a Dimitrov el precio convenido.

Subieron el coche a la grúa con la misma frialdad burocrática

y la misma solemnidad burocrática que cuando cargan un féretro en el auto

de los funerales,

todo aséptico, eficiente e implacable.

Firmamos papeles y contratos y luego vimos alejarse al Mercedes por la

calle vacía,


prisionero y vencido sobre un camión de la Mutua Madrileña.

“Seguros de vida”, ponía en una lateral de aquella grúa desalmada que se

llevaba un pedazo de nuestras vidas sin asegurar contra el olvido,

“auxilio en carretera, presupuestos sin compromiso”.

Sé que lo llevaron a un desguace de Vallecas que se ve desde la M 30.



Pedro Sáez Serrano. Elogio de la retaguardia. Ed. Calumnia. 2025

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