Imaginad un coche bajo la lluvia de febrero
del cual se baja un hombre inexplicable.
Ha realizado un viaje a un cementerio
de un país abrumado por la lluvia.
Ve multitud de compatriotas yermos
(españoles de andrajos y alpargatas,
milicianos de llanto y de cebolla).
Oye voces negras,
palabras invernales,
llanto de ruedas y de madres.
Quizás alguno de esos hombres podría dispararle,
si descubriese,
de repente, su desarmada identidad,
aunque desde el desapego por uno mismo
no la quiere,
ni la esconde.
Imaginad que bajo la lluvia de febrero
ese hombre se acerca a las dos muertos.
Porque allí yacen su madre y su hermano recién muertos,
acogidos por la arcilla del destierro,
algo tan común para poetas españoles*.
Su hermano se llama Antonio.
Él se llama Manuel.
Su hermano es el mayor poeta de España.
Él es el mayor poeta del alcohol.
Algunos dicen que malo,
otros le atribuyen fascismos.
En realidad, ni una cosa ni otra.
La guerra le puso en ese lado,
ese territorio imperial y podrido.
Como poeta es inmenso.
No tan grande como Antonio,
pero digno de perdurar en nuestros labios.
Y lo hace amargamente.
La lluvia sigue.
Hoy llueve sobre Francia sin consuelo.
Frente a las tumbas de Collioure,
Manuel Machado, pensativo, errado,
enciende un cigarrillo tembloroso.
Siente sobre sus hombros la muerte de su gente.
No tiene miedo a que le maten,
nada importa eso.
Llueve sobre sus hombros escindidos
que anhelan el abrazo del hermano.
“Que la tierra extraña te sea leve.
Nunca más jugaremos en un patio”.
Imaginad que sube al coche negro,
que regresa a su destino poco noble,
que no tiene valor para ser enterrado cerca de su infancia.
Pedro Sáez Serrano. Elogio de la retaguardia. Ed. Calumnia. 2025
Fotografía de Manuela Parra
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