El polluelo de vencejo se había caído del nido.
Le recogimos y le llevamos a casa.
Cazamos moscas y mosquitos para alimentarle.
Era deliciosamente torpe en el suelo.
Aún le faltaban unos 15 días para poder volar y reunirse con sus pares,
quienes no dejaban de alborotar y trazar acrobacias en el cielo.
Cuando él los oía, levantaba la cabeza y se activaba, sentía la llamada de la
vida.
Mirábamos sus alas, ese entramado perfecto de huesecillos y plumas.
Nos hacía felices como a niños.
Le dije a Reig que los vencejos pasaban la mayor parte de su vida en vuelo,
sin parar un sólo instante,
que eran la más perfecta maquinaría de volar que podía concebirse.
Él dijo que los colibríes eran capaces de volar marcha atrás.
Repliqué diciendo que los vencejos follaban en el aire.
Él dijo que eso mismo hacía él de joven.
Una amiga nos pasó el teléfono del lugar donde recuperan animales.
Ayer lo llevé.
Le dije que se pasara a visitarnos, de vez en cuando,
que tendríamos preparadas un montón de moscas para él.
El chico se lo llevó por un pasillo.
Dijo que saldría adelante,
que en 15 días estaría volando para siempre en el cielo diferente de los
vencejos.
Pedro Sáez Serrano. Elogio de la retaguardia. Ed. Calumnia. 2025
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