Angustias era viuda desde hacía una
década. Juan, su marido, murió en el tajo. Estaba construyendo un nuevo muro en
la ermita cuando le sobrevino el infarto. El párroco organizó un buen entierro
y Angustias sólo tuvo que encargarse de las flores y la corona. Con el resto de
los gastos corrió el obispado. Angustias les estaba muy agradecida desde
entonces y colaboraba a diario en la limpieza de los santos. Hasta que su
cuerpo comenzó a quebrarse. Luego la vida se hubiera convertido en algo
insoportable si no la hubieran asistido las monjitas del asilo de Almonte, al
principio visitándola en su casa y, más tarde, acogiéndola en el propio asilo,
a cambio de las escrituras de su casa. Angustias y Juan no habían tenido
descendencia. Se fueron a la aldea del Rocío cuando aquello no era más que un
barrizal de marismas en el que feroces mosquitos torturaban al ganado. ¡Qué
dura era la vida por entonces!, pero la caza era abundante y se podía pescar en
el río con las manos, pensaba Angustias a veces. Luego la feligresía
comenzó se interesó por la aldea y los curas controlaron la situación,
organizando las peregrinaciones periódicas. La aldea crecía imparable cada año
y Juan se adaptó a las circunstancias del mercado. Tuvo que ir abandonando su
furtivismo cuando Doñana se convirtió en Parque Nacional y dedicarse a la
floreciente industria de la construcción y a hostelería la semana de la
romería. El resto del año la aldea permanecería vacía, silenciosa, de no ser
por los turistas de los fines de semana. Pero volvamos a Angustias, que aceptó
el ofrecimiento de las monjas. ¿Qué iba a hacer? ¿Dejarse morir en la soledad
de cualquier miércoles? Tres años la cuidaron con abnegada penitencia y esos
días estaban a punto de llegar a su final. Angustias deliraba, ciega, en la aséptica
cama de la enfermería del asilo y sus últimos recuerdos fueron los de un Juan
aguerrido y sudoroso, cargando sobre su hombro a un jabalí aún caliente. Oía el
ladrido de los perros cuando expiró su último aliento de vida.
En el mismo momento de la muerte de
Angustias, Maribel vagaba confusa por las calles desiertas de la aldea. Acababa
de ser desahuciada por no poder pagar el alquiler. Desde el fatídico accidente
todo se torció. Aquel domingo negro le destrozó la vida. Llevaban tiempo sin
salir, los niños eran demasiado pequeños, pero Luis, su marido, se empeño en
visitar la romería, la fiesta, el par de copas y, a la vuelta, el atropello. El
anciano murió en el acto y a Luis le cayeron cuatro años de presidio. Maribel
se vio sola, sin familiares cercanos, y con un niño de dos años y una niña de
cuatro. Intentó durante meses conciliar su trabajo y el cuidado de los
infantes, pero las dificultades se impusieron y la acabaron despidiendo. Poco a
poco comprendió que la supervivencia familiar iba a depender de la caridad y
comenzó a pedir ayuda en el ayuntamiento. Pero la crisis se cebaba con todos,
también con los organismos públicos y era tan poco lo que había para repartir
que no llegaba para todos. Maribel lo vendió todo y, aún así, llegó el día en el
que ya no pudo pagar el alquiler, la luz, el gas… La desahuciaron el mismo día
de la muerte de Angustias y, confusa, comenzó a andar por la carretera, con el
niño en brazos y la niña cogida de la mano, alejándose de aquel pueblo maldito.
Y, cuando el sol, rojo incandescente, parecía derramarse en sangre sobre la
marisma, llegó a la aldea. Sabía que allí había muchas casas deshabitadas. Se
dirigió a una de ellas, cogió una gran piedra de la calzada y golpeó la ventana
hasta que consiguió romperla. Luego, ya en la oscuridad de aquella noche
primaveral, introdujo a sus hijos por el hueco y ella entró detrás. Sólo el
azar tuvo la culpa de que aquella casa fuese la de Angustias.
Hoy asisto al juicio, mi periódico está
interesado en la noticia. El obispado denunció a Maribel por la ocupación
ilícita de la vivienda. Ella está sentada en el banquillo de los acusados,
flanqueada por los niños que la abrazan compungidos. El juez le ha dado la
palabra y ha sido muy escueta: “Yo sólo le pido caridad a la iglesia, señor
juez. “La casa está vacía y no tengo techo con el que proteger a mis hijos. No
digo que me la den gratis. Trabajaré en el campo, en lo que sea, y les pagaré
un alquiler adecuado a mi situación. Señoría, tenga piedad, si me expulsa a la
calle me quitarán los niños y sin ellos a mi lado ya no querría vivir “. El
juez se debatía en un dilema doloroso, se notaba en su rostro el escozor de tan
incómoda herida. ¿Cómo iba a dejar en la calle a una mujer vulnerable e
inocente y a sus dos hijos?, pero la escritura de la casa estaba a nombre de la
iglesia y la ley era muy clara. Si no echaba de la casa a Maribel podría
cometer prevaricación y jugarse la carrera. No sabía qué hacer. Y, desde luego
no podía comprender la actitud de la iglesia. De modo que llamó por última vez
al representante del obispado que asistió al litigió y le dijo: “Vamos a
ver, padre, ¿no podrían ayudar ustedes a esta señora de alguna forma? Y el
sacerdote contestó: “Claro, señoría, y ya se lo hemos expuesto varias veces,
pero ella se niega a aceptar nuestra generosidad. Nuestra prioridad es ayudar a
los necesitados, a todos. Y, en su caso, estaríamos dispuestos a iniciar
gestiones para que dos buenas familias cristianas con recursos se puedan hacer
cargo de los niños, facilitándoles una educación según el evangelio. Y a ella
estaríamos dispuestos a acogerla en la congregación de las monjas, en el asilo,
siempre que esté dispuesta a expiar sus pecados, sacrificándose en la atención
a nuestros desvalidos ancianos. Pero la casa la necesitamos. ¿Sabe usted
a cuántos pobres podemos ayudar con lo que sacáramos de su alquiler tan sólo en
la semana de la romería del Rocío?”.
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