“Al final ¿qué nos queda?,
un
puñado de huesos,
una
huella en el agua,
un
lugar que no es nuestro.”
Con estos
versos finalizó el autor su intervención. La sala estaba triste, desangelada y
fría. Todos esperaban mayor asistencia, sin embargo no pasábamos de la
quincena. La única excepción fue el día que invitaron a un autor que colaboraba
de forma asidua en un programa rosa de la televisión. Aquel día el local se
quedó pequeño; no cómo hoy, tan menguante de expectación. ¿Falta de
información? No es el caso, pues recibí, a través de un correo viral, la
anunciación del recital poético en la sala principal de nuestra Excelentísima
Diputación. El mismo nos presentaba a un insigne catedrático de literatura (así
versaba el texto), ganador continuo de certámenes poéticos, presidente de los
críticos y ensayista, traductor y traducido, académico y métrico excepcional,
junto a algunos poemas de su última
obra: “Lánguida bohemia” y de la que aún
resuenan sus versos finales en la sala. Podíamos oler la fragancia melosa del
alhelí en el ambiente y oír todavía en forma de susurro el canto imperceptible
de un celeste ruiseñor. Poesía pura, manantial ígneo del alma como catarsis del
dolor inherente a la existencia. Aplaudimos. Éramos unos quince, algunos con la
manicura perfecta y un aire impoluto de lánguidos bohemios; por aquí
Valle-Inclán, por allá Max Estrella y en las primeras filas el Marqués de
Bradomín, sin faltar la niña Chole con su tiburón oculto entre las piernas.
Amantes de las letras, lo snob y la apariencia modernista del intelecto. Los
demás éramos el presentador, personal del área de cultura de la Diputación,
otro periodista y yo. “Al final ¿qué nos queda?”, susurré, sin apercibirme, mientras
escribía sus últimos versos en mi libreta. “Un puñado de huesos,
una
huella en el agua, un lugar que no es nuestro”, repitió el autor y nos miró
sonriente y pletórico como si nos hubiese anunciado una incógnita e irrebatible
máxima filosófica. “Pues yo el agua ni para beberla… Donde se ponga un buen
rioja…”, expuso irónico Max. Todos reían a carcajadas. El Marqués de Bradomín,
ansioso por contentar al autor, le miró cómplice y, guiñándole un ojo, le dijo:
“Hombre, yo intentaré que la tierra en la que me entierren pertenezca a mis
descendientes”. “Amigo, por mucho que hayamos creído conseguir en la vida,
materiales, prestigio e, incluso, nuestra propia obra, nada será nuestro cuando
ya no estemos”, contestó el autor. Y todos dejaron de reír, atentos a su
sentencia. “¿Y el asombro?”, le pregunté. “Perdone, no le entiendo”, me dijo.
Afuera, en la calle, un
estruendo de voces crecía y se colaba como un rumor molesto por las ventanas.
Era un grupo de personas gritando consignas contra la Diputación, y el sonido
de las sirenas policiales que los rodeaban en la plaza. Se quejaban ante la
institución provincial de no poder pagar los libros y el comedor de sus hijos.
Estaba a punto de comenzar el nuevo curso y los recortes económicos en
educación como consecuencia de la crisis económica habían cercenado el sistema
de becas, dejando desamparados a los hijos de miles de familias que ya carecían
de los recursos esenciales.
“El asombro, esa
sensación maravillosa que sentimos al ver por primera vez el mar, al oír
estremecerse el paisaje que contemplamos o al percibir el roce de aquellos juveniles
labios que, primeros, nos besaron. Eso nos quedará, porque a nadie podrá ser
legado, únicamente te pertenecerá a ti, eternamente”, le aclaré. “No parece
usted un periodista, ¿acaso es también poeta?”, me preguntó. “No, ¡líbreme
Dios!, -le contesté. Lo fui durante un escaso tiempo pero, afortunadamente,
recuperé la conciencia. Soy de los que prefieren vivir en paz consigo mismo,
sin presiones, compromisos perversos o teniendo que aguantar a burgueses
pedantes y endiosados que tratan de alcanzar la gloria poetizando sus vidas
anodinas. Ya ve, no todos estamos tan interesados en la acumulación de
propiedad mientras estamos vivos, ni en la grandiosidad de su hueco
curriculum”. El poeta me miró con esa extrañeza sutil con la que se suele
observar a un friki, mezcla paradójica de indiferencia y curiosidad y,
volviendo la cabeza hacia el centro de la sala, comentó: “Es duro y doloroso
oír hablar así de uno de los oficios más dignos y excelsos desde Virgilio e Ibn
Hazm, el canto a la belleza suprema y a la levedad y vulnerabilidad del alma
humana ante la inmensidad del universo y la brevedad de la vida. Sin embargo,
ya sabemos que todos los poetas tuvieron enemigos y algunos, como Machado, se
vieron obligados a morir en el exilio”. “Ya – comenté, mirando fijamente al
poeta. Pero los tiempos han cambiado, ¿verdad? Ya los hombres prestigiosos y
titulados de este país no se la juegan escribiendo poemas que contengan la
verdad, ahora duermen bajo el ala del partido político que los agasaja. Ya no
quieren formar parte de esa nómina de huesos de la que, con tanto dolor, nos
hablaba Vallejo. Ahora se dejan querer y devuelven el cariño sin demasiadas
exigencias. El libro que nos acaba de leer es su segundo poemario, también
premiado, como el primero, ambos por jurados formados por compañeros suyos en
la asociación de críticos, otros poetas a los que usted también premió
anteriormente cuando fue miembro del tribunal de turno. Y tras los premios
llegó la publicación del libro a cargo de la institución pertinente y la gira por
los distintos edificios oficiales a la estimulante cantidad de 400 euros por
una hora de lectura; claro que eso depende del caché, pues en algunas ocasiones
el emolumento puede superar con creces las cuatro cifras. ¡Cómo no cantar a la
belleza o a esas hadas que tan bien le cuidan! Sería de desagradecidos hablar
en sus poemas del fracaso del ser humano, esa masa impotente que ahora grita en
las calles o de esos millones de anónimos que se desangran sobre las cuchillas
de alguna verja fronteriza, ¿no es así?”
El poeta empequeñeció de
golpe. Se hizo el silencio durante unos segundos en la sala y, de repente, el
Marqués de Bradomín se puso en pie, palmeó sus manos y dijo: “, señores, creo
que ya es la hora del aperitivo”. La Delegada de Cultura de la Diputación me
miró de forma amenazante, pero contuvo al tiburón que guardaba entre sus
piernas y dio por concluido el acto, no sin antes agradecer profundamente la
visita de tan ínclito catedrático y poeta. Después salieron todos juntos de la
sala, como borreguitos frágiles y sumisos, ignorando mi presencia a su
paso. Todos menos Valle Inclán que había
salido unos minutos antes con la excusa de fumar un cigarrillo y ya no lo volví
a ver. Al salir, pude observar al poeta repartiendo ejemplares de sus libros
entre los manifestantes de la calle y
escuchar cómo comentaba al oído de la niña Chole: “¡Qué sería del pueblo sin la
cultura!”.
Finalmente, el grupo se
redujo a seis miembros que entraron en el restaurante de moda en la ciudad.
Allí, entre taquitos de rape, gambas y jamón de Huelva y excelentes caldos, el
autor firmaría el recibo del pago recibido, hablaría, con íntima complicidad,
de proyectos y otros libros en construcción y bostezaría un par de veces antes
de marcharse hacia otro lugar que tampoco era suyo, la suite del céntrico hotel
reservada por la Excelentísima Diputación. Y, cuando el sueño abrazó por fin al
poeta, limpiadores municipales regaban la calle, borrando el agua toda huella
de basura.
Francis Vaz. Historias de la puta crisis. Ed. ACSAL, 2024
Poema visual de Antonio Gómez
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