En la ducha,
me he acordado de que hoy,
hace treinta y tres años,
se terminó para mí una larga temporada de agua caliente
en el centro del vientre de mi madre.
Tal vez, por eso, no me ha importado llegar tarde al trabajo
y tal vez, por eso, no me ha importado decirle al jefe,
en medio de la bronca por mi retraso de ocho minutos,
que el tiempo es un arma de dominación política,
o a los compañeros, que en un sistema democrático de derecho
no hay opción para los dilemas morales,
que hay que elegir entre justicia social y obediencia legal
y que solo en la segunda hay posibilidad de creer en los ángeles
y en viajes salvíficos a la India.
Hoy, que he cumplido treinta y tres años,
ha sido leer en una pared “GÁSTALES UNA BROMITA A LAS ETT’S”,
después de meses sin ver nada,
lo que me ha hecho sentarme a escribir,
y no mis años
ni mi ombligo,
que sigue creciendo en el mismo, exacto, sitio de siempre,
por mucho que mis contemporáneos piensen lo contrario
y lo sometan a una vigilancia
solo comparable a la que les someten
aquellos por quienes han votado
en toda una señal de íntima confianza por el sistema
democrático
de derecho
que, por si acaso, sigue ofertando seis mil plazas anuales
para cubrir
fuerzas
y cuerpos
de seguridad
del Estado.
La edad no me parece hoy una vergüenza,
la vergüenza es no tener el valor para seguir esas y otras consignas
y refugiarme aquí, entre estos poemas, esperando
que unos me llamen terrorista
y desaconsejen mis libros,
que otros sigan celebrándolos
y adornen también con ellos su impotencia.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
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